Desde siempre escucho hablar del “potencial” que tiene Argentina, aquí y
allí donde se mencione el país.
Desde chicos crecimos, los de mi
generación y mis padres y mis abuelos, en la creencia que habitábamos un
territorio de exuberancia; todos los climas, recursos naturales infinitos, ríos
y montañas, valles y llanuras, y casi sin esfuerzo, alimentos por doquier. !Argentina Potencia! llegó a instituirse, y orgullosos pegamos las calcomanías con
esa leyenda en los parabrisas de los coches.
Mientras la vida transcurría en blanco y negro, ya al inicio del siglo XIX algunos ilustres pensadores vernáculos y visitantes y observadores foráneos, alertaron sobre el mal
ejemplo de crecer en un país en donde el sacrifico no forma parte de la
educación, donde los valores se ejemplifican con protagonistas de gestas
heroicas y nunca con el esmero y la dedicación del trabajo cotidiano bien
hecho, donde el compromiso se dejaba vencer por la pereza, y la inteligencia
por el populismo.
Posiblemente la arrogancia que se
deriva de una férrea convicción de pertenecer a una región del planeta “potencialmente privilegiada”, nos
deslumbró y no nos permitió ver la realidad en su verdadera magnitud, hasta
llevarnos al convencimiento de que esta tierra, bendecida por la prodigalidad,
no necesitaba de más condición que la decisión de ser vivida, sin importar o
reparar en el esfuerzo y el orden que ella requería para ser tierra de
beneficios duraderos.
Evidentemente pareciera ser que
el potencial del territorio nos jugó
en contra, y no ayudo a forjar una sociedad más apegada al rigor que a la
chapuza.
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